OVNIS, OPARS, ARQUEOLOGIA Y LEYENDAS URBANAS

miércoles, 28 de mayo de 2014

El Crimen de los Novilleros

Las reses bravas cabecearon, inquietas, cuando el estruendo de una sucesión de catorce disparos quebró de un mismo golpe el gélido silencio de la madrugada y las almas de tres chavales. Eran dos hombres quienes empuñaban las escopetas y ambos dejaron en los cadáveres su particular firma de fuego para quien supiera o quisiera leerla: una rubrica perfilada por pequeños perdigones que atravesaron las ropas y los cuerpos en sentido claramente descendente; la otra, trazada con bolas de plomo de grueso calibre que abrieron las carnes en una trayectoria paralela al suelo. Dos armas. Dos tipos de munición. Dos trayectorias diferentes. Dos autores materiales para un triple asesinato.
Portada de "La Verdad" de 2-12-1990
Han pasado veinte años desde aquel 1 de diciembre de 1990 que abrió una de las páginas más trágicas de la historia negra en España: el denominado 'crimen de los tres novilleros' o 'crimen de Charco Lentisco'. Han pasado veinte años y sólo uno de aquellos dos hombres ha purgado sus culpas: José Manuel Yepes Palazón, por entonces un joven empleado de la finca, que fue condenado a 81 años de cárcel por los tres asesinatos. El otro sigue sin tener rostro. De llegar a ser identificado, cosa ya harto improbable, de bien poco serviría. Han pasado veinte años y el crimen ha prescrito.
Fue necesario llegar a juicio -«¡manda huevos!», habría sentenciado el jurista Federico Trillo- para que los tres experimentados magistrados que conformaban la Sección Primera de la Audiencia Provincial de Murcia, Carlos Moreno Millán, Francisco Carrillo Vinadel y Abdón Díaz Suárez, supieran interpretar lo que el sumario 1/1990, abierto cuatro años antes por la titular del Juzgado de Instrucción número 1 de Cieza, Pilar Rubio, ya dejaba traslucir desde la página 342, perteneciente al Tomo II, con la que se iniciaba el informe sobre las autopsias. Un documento de 47 páginas, emitido por los forenses apenas 24 días después de perpetrados los asesinatos, en el que ya se reseñaba con todo detalle que los proyectiles eran de dos tipos bien distintos -perdigones y postas- y que los orificios en los cuerpos se agrupaban en dos tipos de trayectorias bien diferenciadas. Datos más que suficientes, en apariencia, para haber sospechado en ese mismo instante de la presencia de dos escopetas y, con ello, también de dos tiradores.
Los cuerpos de los tres jóvenes
No fue, así pues, hasta el 7 de enero de 1994, día en que la Sala leyó su sentencia, cuando estos tres jueces ordenaron que se iniciaran gestiones dirigidas a identificar al segundo autor material del crimen. A la persona que, junto a José Manuel Yepes, acribilló a sangre fría, en una helada noche de luna llena, a los novilleros albaceteños Juan Lorenzo Franco, 'El Loren'; Andres Panduro y Juan Carlos Rumbo. Pero era demasiado tarde. A esas alturas, la investigación, como los cuerpos, estaba putrefacta. Hedía cada uno de sus tomos por la sucesión de versiones diferentes, sesgadas, contradictorias, incompatibles..., aportadas a lo largo de muchos meses por sospechosos y testigos.
Una madeja que no estaba demasiado liada en su origen, pero que se había ido enmarañando con cada nueva diligencia, con cada toma de declaraciones, con cada pericial de oficio o de parte..., y que cuatro años más tarde el nuevo juez de Instrucción 1 de Cieza, Antonio Videras, ya no fue capaz de desenredar.
Ahora, al cabo de los cuatro lustros transcurridos desde el crimen, ya sólo queda lugar para el lamento, muy especialmente de los familiares de los tres fallecidos, que con cada novedad sobre el asunto ven reabrirse las llagas con que el dolor ha lacerado tantas veces sus corazones: la puesta en libertad de un implicado, la salida de prisión del principal condenado, la sentencia que les impedirá cobrar cualquier tipo de indemnización... La noticia con la que ahora se han dado de bruces no es más agradable que las anteriores. Es la que se deriva, simple y llanamente, del artículo 131 del Código Penal: «Los delitos prescriben a los 20 años, cuando la pena máxima señalada al delito sea prisión de 15 o más años».
Entierro de los novilleros
Algo que, traducido a este caso, significa que el segundo asesino, por mucho que hoy mismo pudiera ser identificado, no podrá ser procesado, juzgado, condenado ni encarcelado. Que jamás purgará sus terribles culpas. Que es un hombre libre. A salvo. Impune. Sin otra amenaza ni carga sobre su persona que las derivadas de su conciencia, si algo en ella funciona todavía.
¿Qué ocurrió aquella noche?
Acorralados y masacrados
El Loren, Panduro y Rumbo eran tres novilleros de la Escuela Taurina de Albacete que el 1 de diciembre de 1990 decidieron ir a 'hacer la luna' a la finca ganadera de Charco Lentisco, en Cieza. La elección estaba lejos de ser casual. El Loren y sus padres habían mantenido durante años una relación de estrecha amistad con el dueño de la propiedad, un industrial de Molina de Segura, Manuel Costa Abellán, que había hecho rápida fortuna con el papel de impresoras y que desviaba parte de los dineros a satisfacer su afición a los toros. De esta forma, soñaba con tener una ganadería de reses bravas de cierto renombre y además había apoderado a El Loren, a quien sufragaba las novilladas y para quien había encargado incluso un caro traje de luces en Madrid.
Finca "Charco Lentisco"
Todo fue bien hasta que la relación, por razones nunca del todo aclaradas, se rompió y avinagró, dejando paso a la desconfianza, los recelos y las ansias de venganza. Todo apunta a que, de alguna forma, a partir de ese distanciamiento, el torero en ciernes que era Juan Lorenzo Franco había convertido la finca de su antiguo apoderado en escenario preferente de algunas correrías nocturnas, en las que se soltaba el ganado por los campos, se mezclaban reses bravas con mansas y se lidiaban novillos a la luz de la luna llena.
Huelga decir que aquellos hechos no eran bien acogidos por el empresario ni por su gente de confianza, un ricoteño afincado en Cieza, de nombre José Yepes Saorín, y dos de sus hijos, José Manuel, de 19 años, y Pedro Antonio, de15, a quienes tenía empleados en la ganadería.
La noche de autos cenaron todos ellos en casa de José Yepes y, entre la una y las tres de la madrugada, conscientes de que había luna llena y que era momento propicio para una nueva invasión de la finca, Manuel Costa, José Manuel y Pedro Antonio se dirigieron en coche hacia Charco Lentisco, acompañados además por la esposa y el hijo menor del primero.
Apenas habían metido el Toyota Celica por el camino de acceso cuando observaron las reses removidas y tres figuras humanas corriendo entre ellas. Descendieron de un salto los hermanos Yepes, cogieron una escopeta Franchi que habían guardado en el maletero, e iniciaron campo a través la persecución de los intrusos. Ya en los primeros momentos alguno de ellos resultó herido por los disparos, como Andrés Panduro, quien recibió el impacto de decenas de perdigones en sus gluteos.
reconstruccion del asesinato
Aterrados, lacerados por los plomos, los maletillas fueron acorralados en un cruce de caminos, distante unos 300 metros de la finca. Sobre un talud de tierra, en el borde de un huerto de almendros, se situó José Manuel Yepes, lo que le confería un dominio total sobre un escenario nítida y fantasmagóricamente iluminado por la luna llena. Abajo, en pie sobre el camino mismo, el 'asesino sin rostro', un hombre bien conocido sin duda de Costa y de sus empleados, había cortado a su vez la carrera de los tres novilleros llegando desde un sentido opuesto.
«Allí todo eran gritos: ¡mátalos!, ¡no los mates!, ¡dispara!... Se volvieron todos locos y a mí se me fueron los nervios», confesó más tarde ante la juez José Manuel Yepes, describiendo con toda crudeza esos instantes previos a los disparos en los que pareció suspenderse el tiempo sobre las escarchadas ramas de los almendros.
Doce disparos hizo el chico, que impactaron en las cabezas, en los hombros, en las bocas, en los brazos... de los jóvenes albaceteños. Al menos dos más realizó el otro asesino: dos cartuchazos de postas, realizados en apariencia por una escopeta clásica de dos cañones, de las que no expulsan automáticamente las vainas vacías. Sacó los cartuchos ya disparados y se los debió de guardar en un bolsillo, pues, al contrario de lo que ocurrió con los percutidos por José Manuel Yepes, que empuñaba una Franchi semiautomática, no fueron hallados en la zona.
A su vez, Manuel Costa, que había llegado al lugar al volante de su Toyota, «nada hizo por impedir los asesinatos», según se recogió en la sentencia, pese a las súplicas de El Loren, que gritaba su nombre y clamaba clemencia.
Juicio y pruebas
¿Errores en la investigación?
Todo falló desde el principio
La investigación de los hechos quedó viciada desde un primer momento por varias circunstancias. La primera de ellas, el hecho de que los asesinos, después de cometido el crimen y haber barajado y desechado varias opciones para hacer desaparecer los cuerpos, como quemarlos y enterrarlos en cal viva, corrieran a Murcia a buscar a un abogado, Manuel Martínez Garrido, quien había trabajado en alguna ocasión para las empresas de Costa.
En el tiempo transcurrido hasta que convenció a Costa para entregarse a la Guardia Civil, lo que ocurrió hacia las seis de la madrugada, bien pudo darle algún consejo para 'minimizar' las consecuencias del espantoso suceso. Nada hay en el sumario que así lo indique, pero nadie habría entendido otra manera de actuar en un abogado. Ni siquiera habría sido honesto haber actuado de otra forma.
Lo cierto es que entre Yepes y Costa pudo improvisarse un plan que, en resumen, y según se puede extraer de las numerosas declaraciones obrantes en el sumario, habría consistido en que el menor de los Yepes, Pedro Antonio, de 15 años, se inculparía de las tres muertes -era la opción más ventajosa para todos, ya que al ser menor de edad no podría ser encarcelado-, ninguna mención se haría de la persona que empuñaba la segunda escopeta, y Costa, que sería el encargado de sufragar todos los gastos de las defensas, sería exculpado del triple crimen -así ocurrió en las primeras declaraciones-, señalando que había llegado con su coche cuando todo había ya ocurrido.
Otra circunstancia que sin duda tuvo su influencia en el devenir de la investigación fue el hecho de que la juez Pilar Rubio, sin demasiada experiencia todavía a sus espaldas y, como es comprensible, sin experiencia alguna en un asunto de tamaña envergadura, asumierá por sí misma todo el peso de la investigación, dirigiendo incluso las primeras tomas de declaración a los sospechosos.
En contra de lo habitual en estos casos, relegó a los especialistas de la Policía Judicial de la Guardia Civil, que no tuvieron la oportunidad de interrogar a los implicados y que, en líneas generales, se sintieron agraviados, ninguneados y de ahí en adelante poco animados a dejarse la piel en el asunto.
2º por la izquierda Jose Manuel Yepes, 1º por la derecha Manuel Costa Abellán
El resultado de la instrucción del sumario no fue del todo infeliz, a pesar de todo, pues se logró desmontar parcialmente la trama -se estableció que la mayor parte de los disparos los había realizado el mayor de los hermanos Yepes, José Manuel-, y se probó judicialmente la «colaboración necesaria» del ganadero en los asesinatos. Lo peor de todo es que nunca se llegó a trabajar seriamente con la hipótesis de que hubiera existido un segundo tirador. Y eso, como se ha reseñado, pese a que ya desde las primeras diligencias se atisbaban datos que apuntaban claramente en esa línea.
El padre de los Yepes
Sospechas no confirmadas
Cuando la Audiencia Provincial estableció que los asesinos materiales habían sido dos, y ordenó la reapertura del sumario en Cieza para tratar de identificar al 'hombre sin rostro', muchas miradas se centraron en José Yepes, padre de los dos empleados de Costa. No en vano reunía todas la bazas para convertirse en sospechoso: era alguien muy cercano al resto de los implicados, sus hijos jamás lo habrían denunciado, todos los participantes en el crimen habían cenado en su casa la noche de autos y, aunque sus vástagos siempre aseguraron que él se había quedado durmiendo, se cayó entonces en la cuenta de que su esposa, Josefa, había asegurado, en su primera declaración ante la Guardia Civil, que José Yepes se había marchado en su propio coche hacia la finca, siguiendo al resto.
En posteriores interrogatorios la mujer rectificó tan comprometedora manifestación, y dijo haber sido malinterpretada.
Más datos que apuntaban hacia José Yepes eran que un camino que partía desde su casa acababa en la encrucijada de caminos en la que fueron ejecutados los tres novilleros, lo que abría la hipótesis de que podía haberlos rodeado llegando por esa vía. Y aunque aseguraba no tener escopeta -la segunda arma nunca apareció-, la Guardia Civil encontró en su domicilio una canana con cartuchos.
José Yepes, padre de los acusados
Las sospechas y los indicios, en cualquier caso, nunca hallaron el respaldo de una prueba sólida y el asunto acabó durmiendo el sueño de los justos. Ni siquiera la promesa de beneficios penitenciarios que recibió Manuel Costa, a cambio de que desvelara el nombre del otro asesino, tuvo efecto alguno. El ganadero siempre mantuvo sus labios cosidos por lo que, en opinión de algunos allegados, era la conciencia absoluta de que la delación le costaría la vida.
Temió ser asesinado si hablaba, pero callar no se convirtió para él en una garantía de longevidad. En abril del 2008, apenas unos meses después de haber recuperado la libertad, un infarto se lo llevó a la tumba. Y en el mismo ataud quedó enterrado su bien guardado secreto.
Si ya poco tenía que temer el 'asesino sin nombre' a partir de ese momento, cualquier inquietud se habrá disipado con el cumplimiento, el pasado día 1, del veinte aniversario del triple asesinato. El delito ha prescrito. Un despiadado criminal jamás recibirá el castigo que merecía.

FUENTES:
Articulo de 19.12.10 -RICARDO FERNÁNDEZ - La Verdad de Murcia-
http://murciataurina.blogspot.com.es/

sábado, 3 de mayo de 2014

Las misteriosas Momias vivas del Japón

Hay un gran número de religiones de todo tipo en todo el mundo, igualmente hay muchas maneras para que los fieles puedan mostrar su devoción. Estas pueden ser tan simples como la oración, o que entrañen rituales intrincados complejos y sacrificio desinteresado. Luego están las prácticas que a un extraño le pueden parecer verdaderamente extrañas, extremas, o incluso grotescas.
Para los miembros de la Escuela esotérica Shingon del budismo, el verdadero camino hacia la iluminación implica convertirse poco a poco a sí mismo en una momia en vida. El acto de automomificación fue llamado Sokushinbutsu, y se practica principalmente en la prefectura de Yamagata, en el norte de Japón desde el siglo 11 hasta el siglo 19.
La escuela Shingon, escuela del budismo, es una de las pocas ramas esotéricas restantes del budismo, y se basa en las enseñanzas tántricas traídas desde China por el monje Kūkai, póstumamente conocido como Kōbō-Daishi.
Mientras que las momias más conocidas del antiguo Egipto eran embalsamadas post mortem, Sokushinbutsu fue un proceso largo, arduo y doloroso, llevado a cabo mientras el monje seguía vivo y plenamente consciente.
Con el fin de alcanzar el estado de Sokushinbutsu, los monjes pasaron por un rito llamado nyūjō, que duraba unos mil días e implicaba varios pasos que eran a cual más penoso que el anterior. Si eran capaces de completar el rito con éxito, ellos creían que se convertirían en un "Buda viviente", y las momias resultantes se denominaban "momias vivas."
las futuras Momias vivientes comenzaron con un programa de ejercicio ascético exigente y vivían únicamente en una dieta escasa de agua, semillas y frutos secos que fue diseñada específicamente para quemar rápidamente y drásticamente la grasa corporal. Después de eso, los monjes tendrían que soportar una estricta dieta de raíces y corteza de pino y empezar a beber un té especial llamado urushi durante tres años.
El té Urushi estaba hecho de la savia tóxica del árbol de la laca china, que normalmente se utiliza para cuencos y placas de laca. El té se sirve para dos propósitos. En primer lugar, las toxinas de la savia de el té inducen vómitos intensos que expulsan grandes cantidades de fluidos corporales. Este era el efecto deseado, y sirve para secar aún más a cabo el cuerpo mientras se mantiene al sujeto vivo. El segundo objetivo era repeler gusanos y otros parásitos después de la muerte inevitable del monje, así como para prevenir la descomposición del cuerpo.
Al final de los tres años de este régimen, la futura momia viviente era más o menos un esqueleto andante, con prácticamente nada de grasa corporal. No había más por hacer. En la siguiente etapa del rito, el monje sería enterrado en un recipiente de piedra apenas lo suficientemente grande para sentarse, eran enterrados vivos. El monje dentro de la tumba de piedra se quedaría en la posición de loto por el resto de sus días y respiraría a través de un tubo. Cada día, el monje enterrado haría sonar una campanilla una vez para indicar que aún estaba vivo. Si pasaba un día en el que el monje no hiciera sonar la campanilla, seria la señal que significaba la muerte, tras lo cual el tubo de respirar se quitaba y la tumba era sellada posteriormente.
Por otros mil días, el sepulcro permanecía sepultado, después de lo cual se exhumaba y abría para ver si el cuerpo había sido momificado con éxito. Si lo hubiera hecho, entonces el monje momificado era expuesto para ser visto por haber logrado la Budeidad, y su cuerpo expuesto en exhibición era venerado.
Aunque todo esto puede parecer como un suicidio lento y tortuoso a los forasteros, los monjes de la secta no lo veían como tal. Para ellos no era más que una manera de alcanzar la iluminación y mostrar su determinación y devoción. El acto de auto-momificación significó para ellos el último acto de la austeridad y la abnegación, ya que requiere una gran cantidad de auto-disciplina y un dominio total de las sensaciones de autocontrol y corporales de uno.
Como resultado, los afortunados que lograron con éxito el estado de Sokushinbutsu fueron muy admirados y respetados. Una gran parte se embarcó en el doloroso camino de auto-momificación, pero lamentablemente la mayoría no pudo completar el rito. Algunos carecían del necesario auto-control, la fuerza de voluntad y resistencia para completar el proceso y se rindieron, mientras que otros simplemente no momifican correctamente después de la muerte. En estos casos, la tumba se abría y el cuerpo se encontraba descompuesto. Cuando este era el caso, el monje permanecería enterrado en el suelo, pero era muy respetado por haber tenido la fortaleza para llevar a a cabo el rito hasta la muerte.
De los muchos los monjes que comenzaron el proceso, sólo 24 fueron realmente exitosos "budas vivientes" documentados y sólo 16 están disponibles para su visualización. El más famoso de ellos es quizás uno llamado Shinnyokai Shonin, del Templo Dainichi-Bu en el Monte Yudono. Este templo fue una vez un lugar popular para someterse al procedimiento de auto-momificación ya que se cree que los altos niveles de arsénico en el muelle local habrian ayudado al proceso. La mayoría de las momias vivientes encontradas provienen de aquí.
En la actualidad, el acto de auto-momificación no es defendido o practicado por ninguna secta en Japón. De hecho, el rito fue prohibido por el gobierno Meiji en 1879, aunque se cree que algunos de forma encubierta han llevado a cabo el proceso en el siglo 20.
Es increíble pensar en la fuerza de voluntad y autocontrol monumental que las momias vivientes tenían que mostrar para alcanzar este estado. Sin duda, es la inspiración para aquellos que ni siquiera pueden seguir una dieta simple.
Estas momias vivientes son persistentes recuerdos de una época antigua y misteriosa. Mirando hacia el rostro reseco de un lado, es difícil de entender exactamente lo que debe de haber estado pasando por la mente del monje en esas últimas horas sentado en su tumba subterránea antes de que su tubo de respiración fuese retirado y se les enterrase en la tierra fría. ¿Aceptaron sus decisiones al final? ¿Han encontrado la iluminación que estaban buscando? Sólo podemos mirar e imaginar como sus rostros momificados inescrutables devuelven la mirada.
Allí permanecerán con sus secretos mucho después de que nos vayamos, atemporales y sin cambiar, mientras el mundo a su alrededor es ajeno a los ensayos olvidados de la devoción última de momias que viven en el Japón.